«Il Deserto Rosso» de Michelangelo Antonioni

Sin pensarlo mucho, la toma que abre el  Il Deserto Rosso en la que se muestra una chimenea exhalando fuego es una metáfora de un falo eyaculando. Suponemos dicha toma tendrá que ver con el discurso de la película que explora el estado mental de una deprimida ama de casa burguesa llamada Giuliana, quién sin importar si se encuentra sola o acompañada le vemos caminando entre los planos de unas espectaculares tomas panorámicas que capturan una naturaleza invadida por fábricas que escupen fuego, humo y substancias enrarecidas al aire y al agua. De igual espectacularidad visual son las tomas íntimas en una cabaña al borde de uno río muerto por el cual aún transitan buques cargueros: en si interior Giuliana junto a su marido y unas amistades viven esa rara experiencia grupal de dulce hedonismo sin reproche, en donde la línea entre el innuendo y lo recatado se mantiene en equilibrio el tiempo suficiente para saber que se esta gozando del momento y de la compañía; quizá narrativamente sea un contraste entre lo interior, natural, lo femenino, invadido por lo exterior, lo industrial, lo masculino. Recalcamos «quizá».

Sí el ambiente industrial y corrosivo es representativo del frágil estado mental de la protagonista poco es de nuestro interés. Aunque agradecemos a Antonioni que no limitara los problemas de Giuliana a asuntos corporales – o de mera necesidad sexual – (una pesadilla nuestra, como de castigo en el fondo del infierno, es Catherine Breillat realizando un remake de esta película), lo cierto es que el tema tampoco nos interesa mucho. Il Deserto Rosso es, a parecer de quién esto redacta, una de las mas extraordinarias películas jamás realizadas y no nos tentamos en confesar que no nos importa en lo más mínimo lo que sea que la película narre, cuente, discurse o simbolice; Il Deserto Rosso nos fascina como una experiencia cinematográfica pura que pierde algo de misterio y de su reverencial aura onírico cada vez que nos encontramos con literatura que insiste en encontrarle el sentido. No es que lo que la crítica o la teoría cinematográficas tuvieran que decir sea inválido o de poco valor; solo sucede que, con esta particular película, la experiencia nos es tal que francamente pasamos del deber de encontrarle justificación vía «el sentido» de su existencia.

Por ejemplo, sí la aproximación fuera desde la escuela de David Bordwell, tendríamos que considerar lo que Antonioni discutió sobre esta película con Godard o tendría que ser obligada la investigación de como es que se logró tan peculiar paleta de colores, todo ello para dar con una interpretación justificada sobre el porque del rojo del título. Más de nuestra preferencia, si fuera por la hermenéutica sospechosista en la que lo que importa solo es la película y la película nada más (sin importar fuentes ajenas como lo que el propio director pudiera opinar), podríamos comenzar a desenmarañar las metáforas visuales y contrastarlas con el texto y subtexto explícitos en las andanzas de los personajes y de ahí hilarlas en los horizontes de sentido para lanzar una exégesis. Ni el cognocitivismo ni la hermenéutica sospechosista nos vienen a la cabeza cuando nos sentamos a ver Il Deserto Rosso, llanamente nuestro cerebro funciona de otra manera; quizá funcione en algo parecido a lo que se conoce como estado alterado de consciencia.

Siento mis ojos húmedos. ¿Qué debería hacer con mis ojos? ¿Qué debería observar?

Cuando experimentamos Il Deserto Rosso quedamos cautivados por el uso del color, del cual no tenemos ni la más remota idea de como es que Antonioni y Carlo di Palma, su director de fotografía, lo consiguen: los colores estan acomodados por planos, como si fueran plastas, y con ello las siluetas de objetos y personajes son clarísimas sin lucir artificiales; lo común es la utilización de filtros que impregnan la imagen de un tono particuar para que determinados colores resalten: no es el caso, la persistencia tonal no es del lente/objetivo. En las escenas de exteriores esto resulta muchísimo mas impresionante cuando el vapor, neblina o humo en lugar de ocultar más bien actuan como velos que descubren la imagen detrás, siendo estas panorámicas de enormes barcos.  Los tonos en plasta también aplican a los personajes: el cuidado tanto en forma, fondo y combinación tonal del peinado de Monica Vitti con cada una de las prendas que viste a lo largo de la película tiene un cuidado cuasi obsesivo, por lo mismo Vitti resulta, aún en sus amaneramientos de mujer al borde de un ataque de nervios, hipnóticamente irresistible. El mismo cuidado estético con respecto a Corrado, el personaje de Richard Harris, es muestra del constraste visual: mientras el universo de Vitti es una pesadilla visual hermosísima en la cual las emociones son tan espontáneas como impredecibles (como el repentino antojo por una torta), Harris luce como un bloque de cemento que efectivamente esta fuera de la comprensión- o estéticamente del estado tonal – de lo que sucede. La música compuesta por medios electrónicos es sutíl y utilizada en pocos momentos: el sonido sintético se escucha cuando hay planos invadidos de máquinas e industria. El resto son los sonidos de esa naturaleza artificial: el agua al romperse por una proa , los silbatos de los buques, el grito que imaginamos oir con las protagonistas.

Todo lo anterior hace que la película a nivel perceptual sea una experiencia estética cuasi pura. La referida escena dentro de la cabaña es onírica del todo. Unas frágiles paredes compuestas sobre la madera que la sostiene apenas arriba del agua contaminada y rozando, literalmente por un par metros, el paso de navios de toneladas de peso que irrumpen de entre las neblinas son suficientes para crear un pequeño rincón lo suficientemente acogedor para perder y perderse en el tiempo en manera espontánea. Parte de lo extraordinario es que si en lo visual se percibe una corrosión de lo natural, las evocaciones olfativas y sensuales son cualquier cosa menos asquerosas. Cuando mucho, algún personaje habla de sentir frío, pero la evocación de un frío humedo, como quién tiene los pies mojados después de pisar pasto encharcado es la que se actualiza en nuestra mente; lo mismo con el olor a tierra mojada. La vulnerabilidad de Vitti que la muestra al mismo tiempo tan atractiva como tabú, algo similar a querer a acariciar un tigre, tiene que ver más con la textura de su cabello y el delineado expresivo de sus ojos que con su actuación.

Podemos ver Il Deserto Rosso desde el principio o in media res; o podemos ver quince o veinte minutos y no regresar en bastante tiempo a finiquitarla. Si nos concentráramos quizá podríamos discutir sobre el maldito significado de la película y decir que tan mejor o peor es en relación al L´Avventura o Zabriskie Point. No nos interesa. Si la cinematografía refiere al arte de capturar el movimiento en dos dimensiones vía la inscripción de luz, Il Deserto Rosso es de esas películas que realmente son arte cinematográfico: lo que la cámara en esta película atrapa entre el artificio industrial – denso, pardo, ruidoso – y el fluir natural del agua y la neblina es el tipo de material por el cual el cine se considera como verdadero arte y a un director tan prodigioso como Antonioni de visionario.

Con un poco de suerte jamás tendremos algo parecido a una teoría del porqué Monica Vitti se come esa torta.

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