«La caja de Pandora» (Die Büchse der Pandora ) de Georg Wilhelm Pabst

Quizá lo más característico del cine expresionista alemán es la adopción del claro oscuro no solo como una coordenada estética sino también contenedora de su substancia discursiva en la que la luz/moral es distorsionada en decenas, sino miles, de tonalidades grises entre lo blanco y lo negro. Sin embargo catalogar el filme alemán de 1929 La Caja de Pandora como expresionista apetece más como una obligación histórica que resulta insuficiente pues el filme de Pabst  es un filme demarcado, sin ambigüedades ni tonalidades morales, en valores absolutos de blanco y negro que no se mezclan ni destilan, sólo se contrarrestan en la cantidad lumínica presente o ausente. Dicho de otra manera, los personajes de La Caja de Pandora recorren su arco dramático sin cambiar su caracter y parecen no aprender nada de lo que sea que vivan o desvivan, soló son en diferentes variaciones de motivación, que no de moral. Al contrario de lo que la lógica narrativa tipo Robert Mckee prodría dictar, resulta que esta aproximación dramática alineada por un excelente director y una entrañable protagonista da para una finísima obra maestra cinematográfica.

Adaptada de las obras teatrales de Frank Wederkind la trama del filme versa sobre Lulú, una joven bailarina venida de un contexto de clase social baja de la Alemania de los añós 20  cuya belleza, candidez y libertinaje le han dado una oportunidad para escurrirse en la frívola burbuja de la burguesía. Su carisma es tal que a todo momento tras de si arrastra a un puñado de personajes enamorados, engolosinados, encaprichados y/o hechizados por su carismática presencia, personajes que sin importar su edad, género o clase se ven reducidos a vagar por el mundo cómo meros avatares del deseo por Lulú. Por Lulú la experiencia de alguién maduro como el Dr. Shön (Fritz Kortner) solo es suficiente para que pueda decretar su propio fin a causa de ella, mas no de evitarlo. La fidelidad de Alwa (Francis Lederer), el hijo del Dr. Shön, le inviste de cierto aura de inocencia que le mentiene con vida a pesar de ser arrastrado en el remolino pasional de la bailarina. La clase, educación y género de la condesa de  Geschwitz (Alicia Roberts) no es impedimento para desinhibirse en su franco deseo sexual por la protagónica. Finalmente, Schigolch, el vividor rabo verde que gusta de sentar a Lulú en su regazo en cuanta oportunidad se presente, en su ambiguedad de padre/padrote aplana los extremos del incesto y el abuso en un sólo personaje que de manera inveriosímil resulta simpático.

De los efectos catastróficos del deseo por Lulú de tan carismático grupo de personajes poco queda claro si la misma personaje se da por enterada. Personificada por Louise Brooks, su carisma es absoluto, cualidad que la torna inconsciente de su propia belleza. Lulú vive la vida entre sonrisas coquetas, miradas de reproche y tiernos pucheros con los que obtiene lo que sea que desee. Sin embargo el personaje no denota en su desear  un interés material por un estilo de vida determinado, más bien desea vivir el instante, cada instante, por lo que fuese que esté tuviera que ofrecer.  El deseo de Lulú es la pulsión de una brillantísima estrella fugaz que en su fugacidad es incapaz de concebir una trayectora pero tampoco de mirar atrás. Lulú, pues, es siempre el presente como plenitud; sus amantes y admiradores son siempre el presente cómo carencia. Así, los personajes que trocean, deliran y tropiezan tras los talones de Lúlu son todos reducidos a un retrato del deseo que no es virtuoso pero tampoco pecaminoso, más bien es el la dolencia total del deseo, son la negritud del relato mientras que Lulú, presentada en un halo de ambigüedad trás el cual tampoco es virtuosa ni pecaminosa, es el deseo pulsante, vivo; no es un blanco puro revestido como potencia de inocencia o pureza, es un blanco blanco, es la cualidad intrínseca de la luz absoluta como un estar aquí y ahora.

A lo largo de los ocho actos que componen el filme las desventuras de Lulú más que dramáticas son melodramáticas en su predicibilidad y por veces se antojan ridículas. Nadie en el mundo real podría ser tan ciego o caprichoso para caer en los extremos en los cae el séquito de Lulú cada vez que ella se mete en un problema. Sin embargo resulta que Lulú es interpretada por Louise Brooks, y la imagen-movimiento parece un accidente tecnológico/artístico sucedido con el divino propósito de capturar a tan única mujer: en pantalla ella todo lo hace creible, y si no lo es, no importa. Sí el inicio del primer acto parece una comedia bobalicona, la primer toma del último acto ya se encuentra en otra dimensión narrativa en la que con un magistral lenguaje cinematográfico comenzamos a presentir el deceso de la luminosidad de Lulú: el final, que no describiremos, encuentra otro avatar del deseo cuya pulsión es más sentida que aquella que Lulú le pueda provocar y el resultado es uno de los finales más estrujantes y afectivos de la cinematografía mundial.

El genio de Pabst cómo director se puede adscribir en dos rubros: el primero es que es un cineasta tremendamente entendido de la forma y el segundo es el haberse hecho de Louise Brooks. Los recursos de imagen y montaje que articulan el relato son notables y se llegan a percibir con la naturalidad de una película contemporánea. El catálogo de la captura de planos, desde el plano general hasta el tracking shot, se utiliza con una tremenda precisión que eleva la afección del relato a cada acto. Notesé que el ya referido primer acto del filme es todo iluminado y clarificado en imagen  mientras que el último acto merodea, literalmente, entre una profunda oscuridad desde la que Lúlu no deja de brillar: la luminosidad de Lulú es de menor exposición, cantidad pues, que no en intensidad. También a notar la fluidez entre toma y toma de la escena del tren que evita la estaticidad a pesar del espacio reducido de acción. Es tentador alagar al director anotando que su dirección, sin estilogramas grandilocuentes, pasa desapercibida aún bajo la excentricidad añadida de que es un filme silente, y sin embargo cada cuadro en el que aparece Louise Brooks resulta espectacular.

Ya sea que el mismo Pabst contara con Brooks desde la incepción del proyecto o fuera mera circunstancia, el carisma con el que brilla la actriz norteamericna a lo largo del filme se antoja como un evento tras el que una exotérica alineación cósmica tuvo algo que ver. En el segundo acto Pabts nos regala un sugestivo close-up de Lulú, ella muy cercana al rostro de Alwa mientras le susurra algo: el filme es mudo e inmediatamente no sabemos que dice Lúlu que, además, en lo silente (y a diferencia de la literatura) no evocamos una voz en la imaginación; el efecto no es sonoro sino más bien táctil: el suave, cálido y extremadamente sensual aliento de Lúlu roza nuestro rostro. La imagen de Louise Brooks, con su característico peinado, es icónica y casi cualquier cinéfilo le reconocería; sin embargo, más que ninguna otra personalidad cinematográfica no hay forma de entender la inmanencia de Louise Brooks si no se experimenta viendola en movimiento.

Tal es el carisma de Louise Brooks, qué si provoca tales sensaciones y afectos desde una pantalla televisiva contemporánea más o menos ya se podrá calcular cómo es que en las pantallas grandes de los años 20 se transformaba es un brillante hito pasajero que no vino a ser redescubierto hasta muchas décadas después. La planicie moral de Lulú y sus compinches hacen de la La Caja de Pandora un relato sui generis, lo mismo encantador que desvastador y que ochenta y pico años después de estrenado aún resulta bastante progresivo y provocador.

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