«Tenemos la Carne» de Emiliano Rocha Minter

Tenemos la carne (Emiliano Rocha Minter, 2017)  Un filósofo trabaja en el devenir no trascendental (el aquí y ahora encarnado, pues) del individuo y cuando un par de hermanos llegán a vivir con él se le da la oportunidad de pasar de la teoría a la práctica. La trama sigue un modelo esquizoide: el  filósofo (Noé Hernández) vive en aislamiento y su filosofía no la escupe en palabras, sino que la sintetiza, literalmente, en un correoso elixir curado de carne humana. Los hermanos, él (Diego Gamaliel) y ella (María Evoli), entran furtivamente al espacio del filósofo buscando techo – o una ideología – por lo cual el filósofo les acepta a condición de trabajar en su proyecto. Al poco, los tres trabajan en una estructura de madera que termina por ser un escenario que incialmente parece el recodo del interior de un cerebro, pero que realmente es un útero desde donde el filósofo obligara a los jovénes a actuar cómo máquinas deseantes que trás sus pulsiones de comer, mear y, especialmente, coger, pronto re-pariran al protagónico cómo una purificación biológica del impulso de vivir.

La realización de Rocha Mincher saca un tremendo provecho formal del diseño de producción, las mañas del montaje asosiativo y estridentista (sin llevarlo al hartazgo), la cámara en movimiento de rotación y un trío de actores empedernidos bajo la carne de sus personajes. Las conversaciones, presentadas en singles donde el punto de vista del interlocutor es la cámara antojan la mano de un cineasta veterano o muy dotado. El filme goza de recrearse cómo una entidad propia pues desde las primeras tomas queda clara la individualidad estética que tan escasa es hoy día, especialmente en el cine mexicano: compararla con Cronenberg no hace justicia ni a este filme ni al amo de la carne. El discurso correoso también es necesario – México es un caldo de tabues teológicos-sociales que ya requiere de una sacudida colectiva y cómo buen patriota se antoja acompañar a los personajes cuando entonan el himno nacional aunque el batidero de sangre es más sugerente. La duración es un poco extendida y si se le pilla algún sentido en sus primeros 40 minutos, el resto puede parecer redundante.

En algún momento el personaje que he denominado cómo filósofo escupe que no hay nada peor en la existencia que la indiferencia del azar. Es un poco de Nietzche, pero el azar – el puto azar – ha querido que veamos está película justo en medio de una revisión de la filosofía deleuziana y si hemos podido decir algo sobre la misma es por que atinamos a dar una ojeada al libro que básicamente adaptaron: el Anti edipo, de Gilles Deleuze y Felix Guatari. Y, puto azar, por qué sin el referente realmente no sabríamos que decir de la película; quizá que es un terror psicológico con estridentismo de sexo explícito, o una fábula canibal post-apocalíptica o quién sabe qué y no sabríamos explicar nuestra reacción. Quizá la reducción afectiva habría sido que admiraríamos la forma pero que el contenido, ya hacia el final, redunda demasiado. Sin embargo el azar nos puso frente a este filme en un momento algo complicado, epistemológicamente hablando. Honestamente hemos tratado de mantener el lenguaje lo más claro posible: aunque andemos trabajando con algún texto del finado filósofo postestructuralista (el de cine, precisamente) pasamos de largo de los estudios deleuzianos desde los cuales alguna lumbrera encontrará en está película cantidad de oportunidades de crear «conceptos» y «pensar» el cine de una manera «nueva»  pero, irónicamente, llena de clichés  (máquinas, pulsiones, carne, cogito-genital, bla) que no aclaran mucho la obra vista, pero caray, que revolucionarios se escucharan.

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