“The Prisoner” de Patrick McGoohan

El sonido de un trueno acompaña a un veloz Lotus Seven S -II que desde el horizonte crepuscular se dirige a la ciudad de Londres. El hombre que lo conduce al poco invade la oficina de un burocrata gesticulando con gran enojo mientras entrega un sobre con su renuncia. Después el hombre llega a su departamento y mientras empaca sus cosas un gas lo adormila. Cuando despierta se asoma por su ventana y la vista a las calles de Londres ha desaparecido, ahora se enmarca una idílica villa mediterránea. Al hombre solo lo conoceremos cómo el Número 6, la Villa es la prisión de la que intentará escapar en cada uno de los 17 capítulos de lo que consideramos el primer gran clásico de la televisión de autor.

Transmitida por la ITC en la Inglaterra de finales de los años 60 The Prisoner fue creación de Patrick McGoohan (la propiedad cultural duda en darle cocrédito al guionista George Markestein), estrella televisiva de aquellos tiempos contraculturales que llegó a rechazar el papel de James Bond en dos ocasiones y de quién pocos se esperaban un show tan cerebral, original, intrigante y con una producción de primer nivel. La literatura nos dice que The Prisoner rompió una gran cantidad de paradigmas de por aquellos entonces pero el que más fue un polémico final que obligo al propio McGooghan desaparecer por un tiempo.

En el capítulo piloto pronto nos enteramos que el Número 6 es un agente secreto que habiendo renunciado en plena paranoia de la Guerra Fría fue secuestrado por una facción desconocida y llevado a tan peculiar prisión con una sola finalidad: extraer el motivo de su renuncia. El Número 6, individualista a ultranza, lanza su máxima: «¡No soy un número, soy un hombre libre!». El gancho de cada capítulo son los ingenios con los que sus carceleros experimentan con él – todo un catálogo de técnicas de control mental – y si bien el Número 6 siempre tiene la inteligencia y recursos para lograr mantener sus secretos la Villa siempre frustra sus también creativos intentos de escape.

El Número 6 es el sexto de entre cientos de aldeanos de cualquier condición y que siempre son referidos por su número. Es imposible saber quién es prisionero y quién es un carcelero. La Villa es un lugar donde se puede llevar una vida relativamente ordinaria, similar a la de los viejitos cuando se retiran a un clima benévolo, pero el Número 6 no tolera que interfieran con su albedrío. Bajo una democracia acartonada la Villa es regenteada por el Número 2, un título encarnado por varios carácteres (en cada capítulo es interpretado por un actor o actriz diferente) quienes jamás revelaran la identidad del Número 1. El Número 2 vigila desde un panótpico-estudio de TV los movimientos del protagónico en cada centímetro de la Villa. Los intentos de escape por mar o tierra son frustrados por Rover, un globo gigante que la producción logra presentar cómo un auténtico cancerbero postmodernista.

¿Quién es el Número 1? ¿La Villa es un ingenio del enemigo o de su propio bando? ¿Qué secretos guarda el Número 6 para que inviertan tantos recursos en sacárselos? La serie sostiene con gran oficio los misterios y sólo da breves claves que a veces se contradicen. Por supuesto se entiende que el contenido es en extremo alegórico y la primera puesta en crisis es aquella del individuo contra las amorfas y toda poderosas agencias del gobierno a las que la identidad resulta una afrenta. Una segunda puesta en crisis más profunda es la del propio concepto de identidad a la que las audiencias de 1968 no respondieron tan bien: The Prisoner era una serie que ya requería la Internet para poder ser desentrañada y tardó treinta años en llegar.

La principal argucia de quién sea que controle la Villa es el principio de indeterminación: cualquier día el Número 6 puede despertar para verse frente a su doble idéntico, o siendo sometido a un aprendizaje rápido subliminal o encontrarse con que la Villa esta completamente abandonada. La Villa no basa el aprisionamiento en la reducción del físico pues el tesoro es la información y el campo de juego es la mente del Número 6.  Sin embargo la misma indeterminación obliga a concluir que la información – el motivo de la renuncia del Número 6 – no es lo que más preocupa a los captores, mas bien es el libre albedrío tras la misma.

En uno de nuestros capítulos favoritos (Dance of the Dead ) en tan sólo 40 minutos de duración el Número 6 encuentra un cadáver que utilizaría para enviar un mensaje fuera de la Villa mientras la Número 2 organiza un carnaval que termina con una corte marcial afrancesada y chusca al tiempo que se revela que la Número 240 es la vigilante designada del protagónico y se sugiere que hasta un gato perdido sigue las ordenes de la Número 2. Las secuencias con diálogos entre el Número 6 vestido en smoking y la Número 2 en disfraz de Peter Pan son enunciados con tremenda velocidad y eficiencia – requieren más de un visionado – y complementan con maestria cinematográfica aquellas otras en las que Rover bloquea el paso del Número 6 en la playa. A notar que en el total de la serie Número 6 nunca tiene un arma en mano (sólo sucede cuando es inducido literalmente a Westworld – cinco años antes de Crichton -y a la farsa más encantadora de James Bond) y jamás tiene intereses romáticos: las pulsiones de violencia y sexo no cuajan en lo que la bibliografía nos dice era una ética muy particular de Patrick McGoohan.

Ya en el diálogo que abre cada capítulo la respuesta a los misterios de la serie esta presente pero el pliegue es tan magistral que quizá sólo haga sentido una vez visionados el total de los capítulos:

– Who are you?

– I am the new Number 2

– Who is Number 1?

-You are Number 6

No muy disimilar al monolito de Kubrick el pliegue es blatante pero tan satisfactorio de descubrir que pasamos de deletrarlo e invitamos que se evite la literatura antes de terminar el total de la serie.

Patrick McGoohan cómo protagonista logra su papel más icónico. El tipo es de buen parecer pero su temple no es ni bonito ni rudo; su rostro denota una inteligencia que se adapta a cada nueva prueba. Es carismático pero siempre atento a la oportunidad, no es paranoico pero por default sabe que cualquier acontecimiento en la Villa podría ser una argucia contra él. De alguna manera la serie se las arregla para que un protagónico tan críptico nos sea simpático. La dirección estuvo a cargo de varios realizadores, incluyendo al propio McGoohan, pero es uniforme: el concepto, el guión y la realización denotan una aguda visión autoral. La edición es arriesgada pero magistral, resaltan los llamados reaction shots en los que habitualmente se muestra la reacción emocional de un personaje pero que en esta serie son estratégicamente cortados para crear ambigüedad: jamás vemos la reacción del Número 6 siempre que falla a escapar.

Desde la transmisión del capítulo final (Fall Out), por allá de 1968, Europa entera paso lustros escudriñando la serie al punto de convertirla en verdadero objeto de estudio académico. Se supero el objeto y se buscaron pistas en los trabajos anteriores de McGoohan, a él se le entrevisto sobre el significado de la serie hasta el día de su muerte y hay más de una decena de libros que compendian y discuten cada frase dicha en la serie, o el orden planeado de los capítulos en contraste del orden de trasmisión, o lo que se puede encontrar en la locación de filmación en Escocia o en tantísimas otras pistas.

La influencia de The Prisoner es muy basta para repasarla por aquí pero el ejemplo más pronto es Lost, con la notable diferencia de que los misterios de la Villa tenían sentido tras las alegorías de la Guerra Fría – donde cierto tipo de información podía hacer de un sujeto un indeterminado de lealtades y tan peligroso cómo la bomba – mientras Lost proponía misterios que a la postre no tenían ni ton ni son. Hace un lustro HBO produjo una miniserie/remake protagonizada por Jim Caveziel que ni por curiosidad amerita el visionado. Por estos días nos viene a la cabeza a causa de un par de series de excelsa factura que ameritan la reseña: la última versión de Westworld y Wormwood.

Quizá algún otro ensayista podrá explicar cómo el Imperio de la Reina Isabel de Inglaterra dio algunas cerebrales, imperecederas y hasta subversivas obras cómo 1984 de George Orwell, el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles (que por cierto, en la serie que nos ocupa se deja escuchar una rola del cuarteto de Liverpool décadas antes de que lo hiciera Mad Men) y The Prisoner del entrañable Patrick McGoohan.

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